Antes de los aplausos

En un preludio casi imperceptible, el destino convoca a reír. En una escena que aparenta espontánea; la magia, el encanto, la fantasía y la inocencia, pergeñan de antemano para hacer brillar pupilas y estirar comisuras.
Nadie posa para la foto, y sin embargo el retrato del después, sabemos sabrá perfecto.
El maquillaje adecuado, el espejo, la vara.
El sombrero, la nariz de payaso, las plumas, los pies de arlequín.
Accesorios, que revisten el espíritu de un espectáculo que tiene la noble misión de hacernos reír. Son los protagonistas de la colorida carpa: el payaso, el malabarista, el mago, el trapecista, los enanos, los animales que desde la historia acompañan.
Dueños de aplausos, de gritos, silbidos, palmas, anhelos y nostalgias, que se salen de los límites del tiempo, para perseguirnos alguna vez entre añorados recuerdos. ¿Y quienes son cuando no hay escenario? ¿Acaso personajes eternos? ¿Idolos que no se equivocan? ¿Interpretes perfectos?
Son hombres y mujeres finitos, que sienten, aman, odian y trascienden en nuestra misma rutina. Almas revoltosas que dejan sus tropiezos, dolores y cansancios; en el afán de contagiar alegría, de despertar sueños, de cocinar ganas, y de emprender vuelo.
Y en esa antesala, donde la realidad es excepcional al guión, es que los artistas se preparan con vida, con trajes, oficio, tradición y vocación.
Expectante entre el murmuro y la ansiedad, aguarda el público. Ese mismo que del otro lado, más acá o más allá de la función, recordará: Había una vez, un circo...

Marcela Psonkevich.

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